domingo, 31 de diciembre de 2023

Fin de un Año Especial

Las navidades pasadas fuimos toda la familia a probar un restaurante chino de Usera, el “barrio chino” de Madrid. Recuerdo que aún faltaba un poco para su Año Nuevo (que creo que coincide con la primera luna llena del año) y ya había calendarios que anunciaban el animal que simbolizaba 2023, no recuerdo cuál era (búscalo tú en Google y me dices). Para mí, sin duda, será el año del Ave Fénix.

En 2022 perdí a mi madre (¿la perdí?, ¿se puede perder un amor tan bello?, ¿una energía tan intensa? Quizás solo la “perdí de vista”). Este año perdí la calma, el sueño, un pecho, una amiga, varios kilos, la alegría y la conexión con la Vida. He recuperado casi todo lo recuperable (María José, a ti, como a mi madre, solo os perdí de vista, pero os siento tan cerca como siempre). Y cierro el año con una sonrisa.

Ya sabes que, de pequeña, me daba miedo mirar debajo de la cama, por si los monstruos. Este año, han salido ellos solitos de camas y armarios y nos hemos visto frente a frente. Al principio, huía, echaba a andar por las calles y parques de la ciudad, tratando de despistarlos. Por la noche, era más difícil escapar, así que quitaba mis manos del rostro para atreverme a mirarlos en la oscuridad. Lloré una y mil veces, grité en voz baja, murmuré improperios desgañitándome, sin que saliera un hilo de voz de mi garganta (qué culpa tienen los vecinos de mis cosas).

“No es justo” “Por qué a mí” “Para qué venimos a este mundo” “Qué sentido tiene todo esto”. Creo que no quedó lugar común de la “noche oscura” que no habitara en profundidad. Lo más doloroso era sentirme desconectada de las ganas de vivir: estar con mis sobrinas, hacer una excursión por el monte con Mori, y descubrirme como anestesiada, inerte, incapaz de sentir la belleza o la alegría.

Pero todo pasa. Y esto también. No en un día, ni en dos, ni en tres, pero fue pasando. Poco a poco. A base de aceptación, de mirada amorosa hacia mí misma y mi proceso. Es difícil quererse cuando una se siente un guiñapo, y precisamente es cuando más se necesita. Al principio, era una declaración de intenciones, pero con el tiempo se está convirtiendo en una realidad: me voy queriendo, me voy respetando, perdonando, cuidando.

Y es que este año he descubierto el poder de la intención. Jugar a ser la observadora de mi realidad. Jugar a que me quiero, que respeto mis límites, que me doy el espacio y el tiempo que necesito.

Y el poder del agradecimiento. Al principio, casi me tenía que inventar algo que agradecer cada día, porque mi mente se había acostumbrado a mirar “lo que no” y le costaba enfocarse en “lo que sí”. Ahora, son mayoría los momentos en que percibo mil cosas por las que estar agradecida, sobre todo, por el amor que recibo en mil modalidades diferentes (Mori a la cabeza, con su incondicionalidad y su presencia paciente y confiada). Y las maravillosas sincronías, encuentros, conversaciones y oportunidades que se me han presentado en el camino, para seguir recorriéndolo de la mano de gente que llena el alma.

Acaba un año especial y lo que fue un bofetón en mitad de la cara se ha ido convirtiendo en un “meneo” para despertar mucha riqueza que habita en mí y desea ser expresada; y una gran oportunidad de descubrir sentir el regalo de la presencia y el cariño de tantas y tantas personas. Somos muy grandes los humanos, cuando nos ponemos. Y quiero dedicarme a recordarlo cada minuto de mi existencia, así que no sabes lo que te espera si sigues ahí, Amig@.

Gracias, gracias, gracias, por tu compañía, por tu inspiración, por tu mirada comprensiva, por tus palabras de aliento, por tu silencio.

Te deseo que en 2024 la Paz reine en tu corazón. Con eso, lo demás, lo bordas.

Abrazo de más de 8 segundos.

jueves, 2 de noviembre de 2023

Por mí y por todos mis compañeros

Cuántas veces deseo escribir con ganas de tocarte el corazón. Me siento a escribirte, incluso a leerte en voz alta mis palabras, palabras-flecha, de esas que llegan al corazón y lo hacen vibrar. Pero no vibrar para emocionarnos un ratito y seguir luego con nuestra rutina, en piloto automático, corriendo para allá y para acá, como el conejito de Alicia: “No tengo tiempo, no tengo tiempo”. No. Vibrar para generar un eco resonante que vaya calando hondo, hoy, mañana, pasado. Hoy, tal vez con mis palabras; mañana, quizás con el sonido de la lluvia y del viento moviendo las ramas de los árboles; pasado, con la risa espontánea de ese bebé o con ese párrafo de un libro abierto al azar. Y que ese vibrar en una frecuencia más armoniosa te ayudara a conectar poco a poco, o de repente, con tu sabiduría interior, con tu paz, con ese pozo de agua fresca que no se acaba nunca.

Eso quería yo hoy, pero me fallaron las palabras, me falló mi propia inspiración, me falló el estado interno. Me senté, me escuché y descubrí que aún quedaba mucha tristeza dentro, algo de miedo y vierta preocupación. ¿Hasta cuándo? Qué pregunta tan absurda. Hasta siempre que existan emociones.

Cuando me siento alegre, plena, vital, lidio con una dualidad interesante: por una parte, pienso que, sí, que “ya he llegado”, que he conquistado la cima, que ya he alcanzado ese nirvana del que nada ni nadie me va a desplazar (¡ja!) y, justo a continuación, me pregunto si no me volveré una presuntuosa en la nubes; y, por otra parte, la propia felicidad de sentirme tan bien me hace tambalear (“¿durará? ¿hasta cuándo?, ay, cuando lleguen de nuevo las nubes y los vientos, ¿qué va a ser de mí?”)

He tenido muchos días de sol y cielo azul, de primavera interior, pero hoy vuelve la tormenta. Y no ha de pasar nada externo para que así sea, suficiente información se mueve en mis adentros como para provocar de marejada a fuerte marejada.

Y desde aquí, siento que no tengo mucho que compartir. Pero igual me estoy equivocando. ¿Y si en estos momentos en los que no fluye la inspiración ni las metáforas de impacto, también tuviera palabras, más sencillas, más de andar por casa, que compartir contigo?

Sí, es cierto que, tras estos meses de claroscuros, de conectar profundamente con miedos, incertidumbre, preocupación, anticipación, tristeza…, empiezo a conectar de nuevo con la alegría, con la serenidad, con la confianza, la paz. Y es algo tan bonito que me gustaría contagiarlo a todo el mundo.

Pero a lo mejor, el mensaje no es sólo que al final siempre llega la primavera, sino que saber navegar en todas las estaciones es lo que nos permite disfrutar del buen tiempo. Cuando toca lluvia, lloramos con ella, sin pesar añadido. Cuando hay viento, a lo mejor nos airamos y nos sentimos ofendidos más fácilmente. Bueno, pues respiramos profundo ese enfado y seguimos nuestro camino. Sin añadir dolor al dolor, ni añadir culpa o resistencia a los “días malos”, que igual no lo son tanto, igual son el abono nutriente de los jardines floridos.

A mí, sinceramente, me cuesta: mi ego quiere “cositas güeñas”, alegrías, buenas noticias, claro. Está hasta las narices de conflictos y de dramas, pero claro, apegarse con uñas y dientes a los buenos momentos no es más que irle dando la espalda a la paz interior. Moverse con serenidad en el desasosiego, eso sí que mola. Digo yo que molará, que aún estoy en ello en modo aprendiz.

Por eso, hoy me siento en silencio, acepto mi inquietud, el peso de una mochila aún demasiado cargada y me dejo estar, buscando ese estado que, en el fondo, siempre permanece, allí donde habita la paz. Me sumerjo, dejando atrás la vorágine de la superficie y, si lo alcanzo, grito: ¡Por mí y por todos mis compañeros! (pero, por mí, primero). Allá voy.


miércoles, 2 de agosto de 2023

De fantasmas y hadas

Veo el mar a lo lejos, entre los edificios enormes a pie de playa. Aquí, abajo, veo la piscina, rodeada de un césped recién cortado (lo sé porque el jardinero me ha servido de despertador a eso de las 8:30). Justo detrás de la piscina, la antigua carretera nacional bulle de tráfico. Hace calor, mucho menos que ayer, eso sí.

No, no estoy en un paraíso y, sin embargo, hay elementos del paraíso justo delante de mí. También del infierno. A mí me toca elegir dónde poner mi atención. Y te aseguro que llevo mucho tiempo poniéndola en lo que no está bien, en lo que “no debería ser así de ningún modo”, en los delitos ecológicos o las faltas de civismo. Mucho tiempo, mucha energía.

En los últimos meses, mi mente me ha arrastrado con facilidad a transitar los infiernos, he experimentado eso que llaman ansiedad y una niebla espesa se ha apoderado de mi alma minimizando mi capacidad de sentir la alegría, la ilusión por caminar, por disfrutar de estar viva.

A ratos, más ratos de los que me gustaría, aún me visitan los fantasmas y me veo como como una niña atemorizada, abrazada a sus rodillas en una esquina, sintiendo que no puede hacer nada contra tamaño enemigo.

Hoy no, hoy me he levantado con una sonrisa. Guau, parece trivial, pero para mí es algo maravilloso. Y mis ojos se posan antes en el contraste del azul del agua y el verde de la hierba que en la ristra de coches que atisbo justo detrás de la valla. Hoy, mis oídos escuchan antes las chicharras, con su himno veraniego, que el sonido de las ambulancias o el claxon del conductor impaciente.

¿Estoy a merced de mis emociones? ¿Vivo esclava de estos altibajos? En los ratos de oscuridad pienso que es así, pero luego, cuando la niebla se despeja, me doy cuenta de que hay margen, siempre hay margen de actuación. A veces es mínimo, esas veces solo queda aceptar la tormenta, observarla, tratando de no juzgarla, de no demonizarla, y eso es lo difícil: aceptar sin resistencias, sin el continuo juicio de “esto no debería ser así”, “yo no debería sentirme así”. Otras veces, el margen es más amplio, mucho más amplio. Y puedo tomar pequeñas decisiones que me alejen de la niebla: respirando profundo o, simplemente, contemplando la belleza en lo que me rodea.

Hoy, en este incierto paraíso, han venido las hadas a visitarme y a recordarme precisamente eso: lo asombroso del mero hecho de la contemplación de lo que ES, de ese famoso Aquí y Ahora. Ellas lo dicen mucho más bonito que yo, ellas revolotean juguetonas a mi alrededor, mientras preguntan:

¿Quitarías a las mariposas del mundo?

Son bellas y juguetonas, pero no tienen mayor utilidad. Bueno, sí, la tienen, ayudan a la polinización de las flores, pero… al fin y al cabo, las flores ¿qué utilidad tienen? ¿Quitarías a las flores del mundo?

¿Por qué os empeñáis -me preguntan extrañadas- en medir el valor de las cosas en términos de utilidad? O, tal vez, podríamos preguntaros por qué no consideráis útil la mera contemplación de lo hermoso, de los regalos que la naturaleza nos ofrece, sin más.

Vivís demasiado aturdidos por ruidos innecesarios y actividades que os separan de vuestra auténtica esencia. Vosotros mismos sois parte de la naturaleza, sois hijos de Madre Tierra, sois parte del paisaje.

No perdáis el tiempo en la queja, eso sí: actuad para mejorar lo que creáis mejorable (en nuestra opinión, tenéis mucho trabajo por delante -murmuran burlonas-)

No os empeñéis en mantener demasiado tiempo vuestro enfado, vuestra indignación, incluso vuestra tristeza. Sería como ver encenderse un piloto de alerta del coche y quedarse eternamente mirándolo, gritando “¡se ha encendido una luz roja!”. Id más allá.

Para salir de la inercia os hace falta otro nivel de energía, desde la densidad es difícil vibrar en alegría, ser como los niños, que transitan las emociones sin apegarse a ellas, con naturalidad. En ello, de nuevo, la mera contemplación de los regalos que os da la naturaleza os será de gran ayuda.

Contemplad la mariposa, la flor del hibisco, las hortensias, la buganvilla que envuelve aquella pared; los pinos, alerces o hayas; los riachuelos, el mar.

Contemplad el oleaje, el corzo esquivo, la mariquita sobre la brizna de hierba. Sentid el viento despertando vuestra piel. Escuchad el canto de los mirlos, el de los grillos, o el sonido suave del fluir del agua. No esperéis a que todo sea perfecto para disfrutarlo, aprended a mirar.

Parecen cosas sencillas, un mensaje obvio y retórico, pero es sumamente poderoso si de verdad lo vivís, por un minuto hoy, mañana tal vez cinco, y pasado, quizás se os pasen las horas en la “inutilidad” de la contemplación, mientras el alma se os va vaciando de ruidos superfluos, de interferencias, y la paz va haciendo su nido.

Y con esto, enmudecen sonrientes, revolotean a mi alrededor haciéndome cosquillas y se marchan. Agradecida, cierro los ojos y siento calma, liviandad, cojo un papel y escribo.

martes, 11 de julio de 2023

Más allá de la luz

Mi madre adoraba la luz y el mar, por eso la pintura de Sorolla era de sus preferidas. Yo he heredado su pasión y muchos de los cuadros del pintor me conectan de inmediato a sensaciones placenteras, a recuerdos amables de mi infancia… Imagino que para ella era igual, incluso más, puesto que su infancia y su juventud trascurrieron en Ceuta, una ciudad en la que el mar es omnipresente.

A ratos, quisiera volver a esos veranos de la niñez, sentir la liviandad de tener toda la vida por delante y no preocuparme más que de escapar del aburrimiento de las largas siestas de los adultos, durante las que no era obligatorio dormir, pero sí guardar silencio.

Hoy vivo momentos de extrema nostalgia, y la añoranza de aquellos tiempos me desgarra por dentro y me baña en lágrimas que parecen no tener fin. También hay otros momentos en que mi adulta herida se adormece y la niña curiosa sale de nuevo a explorar el mundo

Hace unas semanas, la curiosidad me llevó a la exposición de Sorolla en el Palacio Real. Además de repasar la vida del pintor a través de 24 de sus obras, algunas de ellas nunca antes expuestas, me llamó la atención la experiencia de realidad virtual con la que finalizaba el recorrido.



Tras visitar una primera sala que mezcla proyecciones de sus cuadros -a una escala enorme- en las 4 paredes, con textos de su correspondencia, fomentando así una inmersión casi literal en su obra y su vida, se visitan 4 salas no muy grandes con sus cuadros y, al final, la realidad virtual.

Al principio, dudé si entrar o no porque esto de las gafas me generaba cierta ansiedad. Las personas que atendían a los visitantes recomendaban que si alguien sufría vértigo o mareos no participase en la actividad. Mi adulta temerosa preguntó qué había que hacer en caso de agobiarse con las gafas o marearse y, con las explicaciones claras, entró de la mano de la niña ilusionada.

El inicio fue realmente desconcertante: no veía el suelo, ni mis pies, en realidad nada de mi cuerpo, más que unas manos pequeñas y como de estatua de bronce, donde deberían estar las mías y que reproducían mis movimientos. De las personas cerca de mí, solo una pequeña cabeza como de alienígena, flotando en un espacio sin límites.

Poco a poco, una flecha se iluminaba en un suelo inexistente, indicando la dirección hacia la que caminar. Y arriba, abajo, en todas partes, aparecían elementos de la obra del pintor.

Más allá de la relación con la pintura, la experiencia en sí misma me resultó extraordinaria: era una metáfora en vivo de “otra vida”, “otra dimensión”, “otra realidad”. Verme sin los referentes habituales de mi cuerpo, sin orientación en el espacio y aun así experimentando lo que iba ocurriendo a mi alrededor me resultó desconcertante y emocionante a partes iguales. O, quizás, mucho más desconcertante al principio, implicándome cada vez más a medida que la extrañeza de las sensaciones iba dejando paso a una cierta confianza.

“Si hay una vida después de esta, el tránsito debe parecerse mucho a esta experiencia”. Ese era el pensamiento que me revoloteaba como las imágenes que surgían cuando mi extraña mano de bronce intentaba tocar algo de ese mundo tan nítido como inexistente. Ese miedo a dejar de habitar el cuerpo que consideramos parte fundamental de ese “yo” que nos define. Esa extrañeza al perder los referentes habituales: el suelo bien diferenciado del cielo o de las paredes. Ese oír voces familiares y girarse para no ver más que cabezas flotantes… 

En esos momentos, debe de hacer falta mucha curiosidad y confianza para adentrarse en la nueva realidad sin resistencias. Una mirada de niño…

Y, quizás, cada nueva etapa de la vida tenga un poco de esto: dejar atrás tantas cosas que eran tan familiares para nosotros y nos daban seguridad, aunque fuera a un precio elevado, y abrirse a lo nuevo con sereno y confiado asombro.

Eso quiero creer, desde estos momentos de transición que atravieso. A pesar de que mi adulta se aferra y se siente ciega ante el futuro, la niña confía, quiere seguir jugando con frescura y alegría; quiere seguir mirando cuadros de Sorolla y llenándose el alma de belleza, de sensaciones livianas, de risas, de inmenso amor creador, de ese que sabe que las lágrimas sólo están ahí para aliviar el peso de las inevitables despedidas.

Y en su inocente sabiduría, murmura: Esto también pasará.


domingo, 5 de febrero de 2023

El anciano a la puerta del templo

El anciano permanecía a la puerta del templo. Vestía una túnica blanca y llevaba un turbante ámbar ocultando su cabellera que imaginaba grisácea, a juzgar por el color de su bigote. Me llamó la atención que no llevara barba. Su postura del loto era perfecta, su espalda erguida, y aun así, su rostro arrugado denotaba comodidad, relajación. Había salido de su meditación hacía unos minutos y lo observaba todo como si fuera la primera vez que se encontrara en ese lugar.

Por una vez, me decidí a hacer algo que había deseado cada vez que encontraba a uno de estos yoguis en los otros templos que visité: preguntarle si podía sentarme a su lado. Usé el inglés como idioma intermediario, pero no sabía si me entendería. Señaló con la mano un espacio a su lado, como dándome la bienvenida a su espacio. Me miró y sostuve su mirada. Me invadieron una dulzura y una ternura tan penetrantes que ablandaron de golpe cada rigidez muscular, cada microgesto de mi cuerpo, la más mínima tensión de cada una de mis células. Me quedé en paz.

Le dije: “Gracias”.

Respondió, juntando sus palmas y llevándolas hacia su rostro, como en gesto de saludo y reverencia: “A ti, por atreverte”.

“¿Puedo pedirte un mensaje? -pregunté o casi supliqué con cara de niña traviesa-. Dicen que los yoguis tenéis una conexión muy especial con lo que os rodea, que os permite captar información que a otros nos pasa desapercibida. Si fuera así, ¿hay algo que me dirías ahora mismo?”

Cerro los ojos y permaneció ensimismado unos minutos. Pensé, incluso, que se había olvidado de mí. Entonces, volvió a abrirlos y dijo:

“Sí, hay algo. Es algo que ya has escuchado antes y aun así parece que te conviene volver a escucharlo: Ama y haz lo que quieras”.

Di un respingo, pues ese era el “mantra” que llevaba repitiéndome desde que comencé a organizar el viaje a la India. “Ama y haz lo que quieras” era también la frase que más me impactó de todo el temario de Filosofía de C.O.U. Cuando la leí, pareció destacar en la hoja, como si sus caracteres aumentaran de tamaño y se pusieran en negrita, mientras el resto del texto se desdibujara. Me parecía una afirmación revolucionaria y me hacía plantearme tantas cuestiones...

“Entonces, ¿puedo hacer realmente cualquier cosa?” Mi mente quería de verdad entender.

“Primero, ama”, pronunció las dos sílabas en inglés con suma lentitud y firmeza, y volvió a cerrar los ojos como regresando a su universo y olvidando todo lo que quedaba fuera de él, si es que fuera o dentro tuvieran algún sentido.

Le hice una reverencia de agradecimiento que no vio, o tal vez sí, no sé hasta qué punto una persona así usa los sentidos para percibir, y me quedé sentada a su lado, meditando lo que acababa de ocurrir y observando los alrededores del templo, atestado de gente, bullicio, colores.

Quizás el orden de los factores sí altera el producto. Quizás no es “haz cosas buenas y serás bueno”, sino, “sé bueno y no podrás más que hacer cosas buenas”.

Y ¿qué sería “ser bueno”? A lo mejor, bueno o malo no son los términos adecuados, pues están sujetos a miles de interpretaciones. Ni San Agustín ni este hombre hablaron de bueno o malo, sino de Amor. Igual, simplemente se trata de Amar.

Y ¿cómo puede uno Amar, así, con mayúsculas?, me preguntaba yo misma

Tal vez -me respondía mi sabia voz interior, esa que habla cuando yo me callo- se trata solo de dedicarse a ser uno mismo, de ser fiel a la esencia primigenia, de estar conectado con lo más profundo.

Y eso ¿cómo se hace?

Estando en silencio, en quietud, PARANDO el ritmo para observar y escuchar, y así empezar a distinguir el ruido interno del externo y, al fondo de todo, detrás de todos los ruidos, la Voz del alma. Y escucharla, sentirla, impregnarse de ella, dejarse habitar por ella. Y, a partir de ahí, descubrir qué surge hacer.

Y esto, una y otra vez, una y otra vez, en un proceso constante porque la Voz, ante los ruidos, se oye más débil, y los ruidos siempre están.

¿Siempre?

“No lo sé”, dijo de repente el anciano como si hubiera podido escuchar mis reflexiones. “No lo sé porque aún no he llegado más allá en el viaje. ¿Te animas a hacerlo tú?”

Sonreí y pensé en todo el camino que me quedaba por delante.


*Imagen cedida por Eduardo Blanco, tomada en su viaje a la India. 

(Gracias, Eddie)

domingo, 11 de diciembre de 2022

¿De qué color ha sido 2022?

El otro día, en un momento cualquiera, tal vez caminando hacia el metro, me vino a la mente el año 2022, así, como si se tratase del cartel de bienvenida a un pueblo, o el título de un libro que habla de los instantes vividos en los últimos doce meses. Me sorprendió el color que desprendía mi imagen visual. Pienso en “2022” y pienso en amarillo, en naranja, en verde, en luz, en caracteres redondeados, acogedores, cálidos, familiares.

Y, sin embargo, 2022 no ha sido un año fácil. Ha sido el año en que vi apagarse a mi madre hasta su adiós final, una mañana luminosa de mayo.

Empecé su duelo meses antes de su partida. Y hoy, más de seis meses después aún sigo procesando lo que no sé si se llega a procesar del todo en algún momento.

Hay seres queridos que se van de repente, dejando una cicatriz como de relámpago, de latigazo mortal. Otros, nos van diciendo adiós de a poquitos, permitiéndonos integrar la despedida de forma gradual. ¿Qué es mejor? Despedirse es doloroso, y cada dolor es diferente, e inevitable.

Sin embargo, cuando en mis noches oscuras anticipaba el final de mi madre, pensaba que me desgarraría por dentro, que me resultaría insoportable vivir su entierro, las muestras de afecto de amigos y familiares, que querría meterme en una cueva y aullar sola mi dolor. Creía que no sería capaz de reincorporarme a la cotidianidad, que la tristeza nublaría mi cordura y mi lucidez. Y nada más lejos de la realidad.

Ella se fue y descubrí la capacidad de sentir al mismo tiempo emociones que creía incompatibles: dolor y serenidad, vacío y plenitud, herida y fuerza.

Mi ancestral miedo a la muerte no desapareció, pero sí muchas de sus manifestaciones más concretas: cuando murieron otros seres queridos, evitaba acercarme a sus pertenencias, a sus espacios. Ahora, estar cerca de una camiseta suya, ponerme uno de sus collares de bisutería, era como refugiarme de nuevo en su calidez de madre, respirar de alguna forma su energía dulce, su belleza. Me he pasado horas mirando fotos suyas, cuando hubo un tiempo en que no era capaz de pasar por delante del retrato de mi abuela recién fallecida sin estremecerme.

No puedo hablar de certezas, solo de sensaciones, y mi sensación es que mi madre, su esencia, la energía más pura que daba vida al personaje, sigue viva. Liberada del sufrimiento de ese personaje limitado y enfermo, me inspira desde un plano que mis sentidos no alcanzan a captar, pero mi intuición, sí. Me inspira alegría y ganas, me sopla al oído mimos y piropos, ánimo, y consejos.

Hay algo roto en mi corazón, eso es ineludible, su ausencia física me duele y me desconcierta. Pero junto al dolor… FUERZA, CONFIANZA, ALEGRÍA.



Y con esos ingredientes, he podido transitar tantas otras experiencias de este 2022 que me han llenado el alma. Acercarme más a mi padre, sentir el cariño de la familia, y de tantos amigos que me han acariciado el alma, asombrarme y dejarme mimar por la generosidad y cercanía de los vecinos, disfrutar como una niña con mis sobrinas en la piscina, en la playa, recuperar los viajes con mi compañero de camino, permitirme descansar, desconectar… Y abrazar, rebosante de cariño, a los nuevos seres que han venido a este mundo, nuevos sobrinos del corazón que me han permitido ser testigo en primera fila de los ciclos de la vida.

Perfectas sincronías para un año de color, un año bello, intenso, vivo.

Y ahora, dejaré de lado a ese “grinch” que me últimamente me poseía en Navidad, y me abriré a vivir esta época con ternura, con honestidad, con sencillez, y algún que otro homenaje gastronómico. Todo, en honor a ella.

Supongo que esto es la vida: morir y renacer cada tanto, dar la bienvenida y despedirse. Y siento que este viaje no acaba con ese aparente final, las despedidas son transitorias. Y también siento que esta “perita”, que se estaba haciendo esperar demasiado, me la ha chivado ella de alguna forma. Ya me estaba tirando suavemente de las orejas para sentarme ante el portátil y meditar bajo este peral. Ella colabora ilustrando el texto. Gracias, mami.

Y tú ¿de qué color has pintado este año?

domingo, 24 de abril de 2022

Reflejos

Hace tanto que no paso por aquí… Y hace tanto que lo deseaba. ¿Por qué demoramos, a veces, cumplir nuestros deseos? ¿Por qué nos infligimos la pena de posponerlos, como si necesitáramos merecerlos? O tal vez, es la felicidad implícita en la espera la que queremos saborear un poquito más.

Más. Más allá. ¿Qué hay más allá? Esta mañana especulaba sobre el Más Allá con mayúsculas, de forma telegráfica, como se hace ahora todo en las redes sociales. (Qué capacidad de síntesis estamos desarrollando). Pero no es de ese del que me apetecía hablarte ahora, al caer la tarde, esta tarde preciosa, limpia y fría de primavera que nos han regalado estos días de lluvia.

Ahora que cae el sol sin que yo pueda verlo desde mi ventana, me acuerdo de aquel otro atardecer de hace unos meses. Estábamos en navidades y la sombra del Covid nos hacía plantearnos y replantearnos la forma de celebrar las fiestas. Finalmente, en mi caso, unos test positivos de última hora nos llevaron a pasar el fin de año separado de toda la familia. Y toda la familia separada. Cada mochuelo en su olivo.

Antes, unas horas antes de ese momento, yo paseaba al atardecer por mi ruta habitual a orillas del Odiel. Pero esta vez algo me llevó a cambiar el recorrido. ¿Y si en lugar de seguir siempre río abajo, hasta el puente y luego cruzar al otro lado, camino esta vez río arriba hasta el otro puente, ese que solo he visto de lejos?

Y modifiqué mi ruta un poco temerosa pues la zona me parecía menos segura, menos conocida.

Había dejado de ver el río por los eucaliptos que poblaban la orilla, pero al llegar a la altura del puente de arriba, giré a la izquierda para ir a atravesarlo y, tras los árboles se mostró de nuevo, majestuoso, el río. Me quedé pasmada. Olvidé los miedos y los recelos. La belleza de la escena era sublime: la luz perfecta, el reflejo mágico.




Permanecí un buen rato muda, fascinada, observando el regalo de la naturaleza, ofrecido sin más, gratuitamente.

Y recordé aquellas otras veces en que me animé a dar ese paso más allá, vencí mis miedos y me lancé a aventuras nuevas y caminos inexplorados. Cuánto vértigo inicial, cuántas ganas de decir “no, mejor me quedo”. Y cuánta recompensa por saltar, por expresar, por avanzar, por adentrarme, en resumen, por atreverme.

Lo que no puedo contar son las veces en que no di el paso, callé, o atendí a la voz que gritaba “déjalo estar”. No sé cuántos atardeceres dejé de ver por ello, ni cuánta libertad dejé de experimentar, ni cuánta gratitud dejé de sentir por los regalos que la vida no pudo entregarme, porque sencillamente no fui a por ellos.

Por eso, en este atardecer -que hoy solo intuyo- doy este paso adelante, por fin, y te ofrezco esa imagen del río, junto a los pensamientos que me despertó. Porque llevo demasiado tiempo diciendo “otro día” y pensando “no vas a ser capaz de expresarte”. Ya está bien de excusas. Expresado queda. A volar.